Argentina al borde del abismo
Martin d'Alessandro
La elección del domingo pasado es un baldazo de agua fría, un electroshock para la política argentina. Es muy probable que a partir de ahora varios supuestos comiencen a evaporarse y haya que ponerse en serio los pantalones largos.
En primer lugar, el peronismo sufrió una catástrofe: salió tercero haciendo la peor elección de toda su historia. El movimiento, columna vertebral de la política argentina desde hace ochenta años, no solamente armó el peor gobierno de su larga trayectoria, sino que tampoco puede retener gran parte de su identidad simbólica. El electorado ya lo había castigado en 2021, pero no reaccionó, y ahora ya no puede ofrecer casi nada a su tradicional base social más que inflación, ajuste, falta de liderazgos claros, de renovación, de épica, y hasta de gobernabilidad. En el gobierno de Alberto-Cristina-Massa no solo hubo y hay funcionarios que no funcionan sino que es un experimento todo fallido. Los que fungían como reaseguro frente a eventuales desmadres son ahora los principales responsables de una crisis política descomunal.
Segundo, cuando las lógicas expectativas de alternancia empoderaban a Juntos por el Cambio, que tenía todo para definir las cosas sin mayor discusión (tenía experiencia, potenciales recambios, capacidad técnica, territorios propios, posibilidades de una coordinación inteligente), desperdició gran parte de su capital en una interna irresponsable que incluyó coqueteos no solo con peronistas rivales sino con el propio Milei.
Tercero, de todos esos errores se supo alimentar Javier Milei, que fue votado de manera abrumadora en todo el país. Esto pone en tela de juicio varias explicaciones tradicionales del voto argentino, porque Milei rompió las barreras de las identidades políticas (lo votaron peronistas y no peronistas), del federalismo (ganó en provincias centrales productivas y en provincias periféricas dependientes del empleo público), del voto anterior (ganó en provincias con recientes triunfos de otros partidos), de la sociología electoral (ganó en distritos con población mayormente rica y en otros mayormente pobre), de los aparatos (ganó sin partido, sin fiscales), y de las campañas (ganó sin equipos, sin propuestas serias, sin empatía ni equilibrio emocional).
¿Cómo entender entonces esta bomba atómica que nadie vio venir? No se trató solamente de un voto económico de castigo al gobierno y a favor de una oposición. El crecimiento ya intolerable de la pobreza, de la inseguridad, del precio del dólar, de la inflación, y la cuarentena, ameritaban la paliza que sufrió el peronismo. Pero el voto del domingo fue más que eso. Fue un voto de protesta, y protestó todo el país contra el gobierno, pero también contra la oposición.
Lógicamente, el mensaje anti-Estado de Milei tiene un papel en la evaluación general de los votantes del domingo. Un Estado extendido fue la savia de la organización del país en los últimos cien años, en los que el país, en términos generales, no ha parado de decaer. En los últimos veinte años, el kirchnerismo exacerbó esa característica centrando su economía política populista en un alto gasto público mal administrado y financiado con impuestos a las actividades de mayor productividad (además de la cansadora y estéril grieta). Un “modelo” que ya estaba agotado hace por lo menos diez años, pero al que se aferró como un dogma en sus años de gloria, y que ahora probablemente lo lleve a su propia desaparición.
Pero el nervio del triunfo de Milei no es su programa sino su protesta. Es el presente, no su promesa. El voto que recibió parece querer dinamitar el statu quo a cualquier precio, como si dijera “no me importa quién sos, ni cómo sos, ni qué decís, ni adónde me llevás, pero sacame de acá”. Para gran parte del país la alternancia no funcionó: por impericia, egoísmos y superficialidad, las salidas de la crisis que prometieron Macri y Alberto Fernández se hundieron. Y ante una probable nueva orfandad, la tensión insostenible del sistema no se canalizó tanto en la abstención o el voto en blanco (que fueron altos) sino en un salto al vacío.
Si en los próximos dos meses el gobierno y Juntos por el Cambio siguieran sin mayores intenciones de conectar con sus representados (perdieron votos de manera masiva en esta elección) y Milei finalmente saliera airoso, sería un presidente con un profundo ímpetu reformador pero sin partido, sin apoyo legislativo, sin gobernadores, sin intendentes, ni organizaciones formales (sindicales, empresariales, estudiantiles) o informales (desempleados) afines. En principio, su viabilidad política estaría basada exclusivamente en una opinión pública demasiado enojada, que por un lado espera recetas mágicas, y por otro que el valle de lágrimas del ajuste brutal lo crucen solo los políticos. Pero es sabido que el giro abrupto hacia el mercado produce daños sociales gigantescos. Este cóctel explosivo ofrece garantías casi nulas de gobernabilidad y/o fuertes tentaciones hacia prácticas anticonstitucionales.
¿Qué desafíos enfrentan las principales coaliciones de cara a la elección de octubre? Sergio Massa, el candidato del gobierno, tiene varios problemas. El primero de ellos es que si bien es muy conocido en todo el país, no solo es socio y ministro del gobierno actual, de bajísima reputación, sino que la inflación y la pobreza, dos áreas verdaderamente urgentes y traumáticas, están bajo su mando desde hace casi un año sin mayores resultados. Es cierto que su peso específico y su racionalidad en la cartera frenaron el suicidio del gobierno y evitaron un vergonzoso helicóptero (eufemismo de “renuncia”) que se esperaba de un momento a otro. Sin embargo, la candidatura de Massa implica un altísimo costo emocional para el kirchnerismo, que no lo reconoce como uno de los suyos. Frente a dos opciones fuertemente antikirchneristas, probablemente Massa se recueste en adelante en el discurso de defensa de los derechos que garantiza un Estado expandido. La defensa del mercado o de cierta “racionalidad” económica (como el equilibrio fiscal) no la puede disputar contra Juntos por el Cambio, ni mucho menos contra La Libertad Avanza, el partido (más bien, la etiqueta electoral) de Milei.
Patricia Bullrich, exministra de Seguridad en la administración Macri, ganó la primaria de Juntos por el Cambio al Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta. Aunque con muchos menos votos de los esperados, Bullrich tiene aún bastante margen para crecer de cara a las generales de octubre, pero en demasiados frentes diversos. Lo primero debería ser retener los votos de Rodríguez Larreta, lo que no es fácil por los extremos a los que llegó esa disputa interna. Larreta planteaba una estrategia acuerdista con diferentes espacios políticos para lograr una masa crítica de apoyo político capaz de viabilizar las reformas necesarias, mientras que Bullrich proponía una estrategia antikirchnerista intransigente de reformas sustentadas solamente en su caudal electoral. Pero ese caudal electoral hoy no lo tiene, por lo que tiene que salir a buscarlo, por ejemplo, acercándose a las ideas de Larreta, también para atraer votos de peronistas no kirchneristas, como los del gobernador de la provincia de Córdoba Juan Schiaretti. Una segunda estrategia posible es radicalizar su discurso original con dos posibles objetivos: uno es seducir a votantes que no fueron a votar en las primarias pero que irían a votar en las elecciones generales, y otro es adoptar la estrategia del expresidente Mauricio Macri de acercarse todo lo posible a Milei para capturar algo de su electorado (no está claro que ése sea el objetivo de Macri, pero seguramente sea el de Bullrich). Estas posibilidades parecen muy difíciles de satisfacer al mismo tiempo, y pareciera que la estrategia elegida es la segunda, aunque seguramente tendrá sus costos. Un primer costo es parecido al que enfrentaría Milei: de ganar las elecciones, Bullrich habría generado un electorado sediento de medidas rápidas y furiosas, de dudosa factibilidad en el corto plazo, por lo que su mandato se vería empujado hacia un decisionismo antipopulista, es decir, un populismo polarizado de otro signo. El riesgo es, entonces, que Cristina Kirchner, aun perdidosa, haya ganado definitivamente la batalla cultural de la política argentina. Pero más allá de las estrategias electorales, Bullrich ahora debería mostrar cuál es su visión, es decir, para qué quiere terminar con los grilletes que han significado el modelo kirchnerista, y cuál es la viabilidad política de su proyecto.
Todavía falta bastante tiempo para las elecciones generales, en las que no solamente suele votar más gente que en las PASO sino que permite tanto a partidos como a votantes recalcular estratégicamente sus opciones. Mientras tanto, y si tenemos suerte, contemplaremos el paisaje al borde del abismo.