El futuro de la investigación
Franco Bronzini
En una entrevista televisiva enfrentaron a Javier Milei, el candidato con más chances de llegar a presidente, con una pizarra en la que estaban escritos todos los ministerios del gobierno nacional. Se trataba de una suerte de juego para saber qué organigrama de gobierno imagina el candidato. Con un marcador negro, Milei comenzó a tachar aquellos ministerios que, según su concepción, implican un gasto desmedido e injustificado.
Exaltado y provocativo, Milei prometía que en su gobierno no habría ministerios de turismo, deporte, obras públicas, mujeres, cultura, medio ambiente y ciencia. Acompañaba cada tachadura con un “¡afuera!” triunfal. Cuando llegó el momento de decidir qué haría con el Conicet (el organismo estatal que se ocupa de las investigaciones científicas), le dijo al periodista que lo cerraría. El periodista entonces le preguntó qué proponía, le respondió: “que quede en manos de privados”, que los científicos “se ganen sirviendo al prójimo como hace la gente de bien”, y concluye con una pregunta: “¿qué productividad tienen?”. Con la idea de que hay que expulsar a “los parásitos”, Milei sostuvo que la ciencia incentivada por el Estado es un gran curro. La realidad es que las palabras de Milei no son los desvaríos de un aventurero solitario: hace tiempo que en las redes se viene cuestionando a aquellos que reciben dinero del Estado a diferencia de lo que hace la “gente de bien” (valoración moral sorprendente como si en el sector privado no hubiera también corrupción). Y no solo eso: sus dichos se recortan sobre otros aspectos que tienen alcance global. El ataque a las Humanidades como un gasto superfluo que podría evitarse ha afectado la tradición de las universidades norteamericanas con una crisis profunda, en un sistema que pertenece en su mayoría al sector privado. Ahora bien, este ataque que llevan adelante las nuevas derechas es porque las humanidades son inútiles ¿o porque son críticas de los poderes establecidos?
Las incursiones de Milei en la televisión suelen ser electrizantes y su efecto más inmediato es que marcan la agenda de discusión y obligan a los demás actores sociales a posicionarse según sus premisas o propuestas. Así, a todos los candidatos se les pregunta sobre la dolarización o si también piensan que hay que incendiar el Banco Central. Lo mismo sucedió con el Conicet: en las redes muchísimos usuarios, varios de ellos pertenecientes al Conicet, se apresuraron a decir que el Conicet sí hacía cosas productivas. Una vez más, la crítica a los libertarios aceptaba sus premisas: al defenderse argumentando que hay investigaciones productivas se estaba aceptando tácitamente que ésta sólo sirve si es rentable y útil. Uno de los argumentos más repetidos fue que el Conicet había diseñado los barbijos que sirvieron a la gente para proteger durante la pandemia, un hecho que obviamente no coloca al Conicet como un organismo de punta. Fueron pocas las voces que en vez de responder a la provocación de Milei, sostuvieron que la “productividad” entendida en términos económicos no es el único criterio para valorar a la investigación. Porque buena parte de la actividad académica no es productiva en términos de conseguir renta o ganancia inmediata y eso no la hace menos imprescindible. Por poner un ejemplo de una investigadora de humanidades del Conicet, la cultura intelectual de las últimas décadas no sería la misma sin los libros de Beatriz Sarlo. Pero el argumento también es válido para las ciencias duras: cuántos experimentos o ensayos no consiguen resultados exitosos pero sin embrago hay que apoyarlos desde que prueba y error forman parte de cualquier proceso de conocimiento.
La preocupación no radica en que los argumentos de Milei son falsos sino en que son eficaces. Buena parte de la gente tiende a creerlos y a veces a sabiendas de que son erróneos, los apoya porque su situación es muy mala y en una sociedad tan empobrecida seguramente a los que les va mejor (y con plata del Estado, “con la nuestra” como dicen en las redes) también deberían saber lo que es no llegar a fin de mes. En un país en el que el lumpenaje ha crecido tan desmesuradamente en las últimas décadas, no es casual que las ideas anarcolibertarias y la idea de hacer volar todo por los aires sea tan seductora. Y uso el término lumpenaje en un sentido tradicional: aquellos que están fuera del mercado de trabajo formal y deben arreglárselas con diferentes tácticas para sobrevivir. En el país con 40% de pobres, no es de sorprender que –para la percepción de muchos– el Conicet quede del lado de la “casta”, concepto impreciso y caprichoso con que los partidarios de Milei denuncian a quienes no son “hombres de bien” y viven del Estado.
Otro hecho que refuerza las palabras de Milei para instalar la idea de que el Conicet debe ser cerrado es que el Conicet forma parte activa en la construcción del relato kirchnerista. La imagen del Conicet como una guarida de militantes kirchneristas está lejos de lo que sucede en una institución con criterios muy rigurosos de evaluación. Sin embargo, fue un error de las autoridades del Conicet salir con carteles con el sello de la institución para apoyar la candidatura de Alberto Fernández en 2019. Aún si todos los integrantes del Conicet estuvieran convencidos de apoyar la candidatura de Fernández –algo que obviamente está muy lejos de ser cierto–, eso no debería haber llevado a sus autoridades a usar una institución estatal y pública para tomar partido. Como reconocimiento de este apoyo, cuando asumió como presidente, Alberto Fernández dijo que el suyo era “un gobierno de científicos” para oponerlo al anterior, supuestamente de CEOs, como se llama a los ejecutivos de las empresas. Semejante afirmación, totalmente vacía de sentido, se apropia de un organismo que está lejos de ser una invención del peronismo (fue creado en 1958 por Bernardo Houssay, premio Nobel de Medicina que fue perseguido durante el gobierno de Perón) y que es plural en su conformación.
Las opiniones de Milei desvían entonces una discusión que sería muy bueno dar sobre el lugar del Conicet y la investigación en la Argentina y no debería desconocer que se trata de un organismo meritocrático que funciona con criterios muy rigurosos. Actualmente hay casi doce mil investigadores y un número similar de becarios. Es posible que, como en cualquier institución, haya injusticias y algunos proyectos que parezcan absurdos y que algunos periodistas lo exhiban para demostrar la inutilidad del sistema. La entrada de investigadores al Conicet es evaluada por una comisión formada por aproximadamente diez especialistas que, a su vez, reenvían los proyectos y antecedentes a evaluadores externos que presentan sus pareceres de manera anónima. Una vez que se hace esta primera consideración y se establece un orden de mérito, los candidatos son evaluados por otra comisión, formada por especialistas de todas las áreas que consideran la cantidad de publicaciones, la carrera docente y la calidad de los proyectos. El sistema no se diferencia de los criterios que se aplican en otros países, tanto en instituciones públicas como privadas. Es más, existe una competencia global cuando se trata sea de investigadores que recién comienzan sus carreras o de intelectuales de amplia trayectoria. Algunos estudiantes que se recibieron en universidades públicas o privadas argentinas, pudiendo presentarse al Conicet prefirieron ir a Estados Unidos, donde universidades privadas como Harvard o Stanford invierten en ellos y solventan sus estudios.
Otro problema de la investigación en la Argentina radica en que en los últimos años el Conicet se erigió como el organismo más importante y en muchas áreas casi única de financiamiento. “Entrar al Conicet” sea con una beca o como investigador permanente es el objetivo y a la vez el salvataje de quienes se dedican a la investigación en humanidades. Antes que proponer cerrarlo, sería interesante saber qué candidatos están dispuestos a estimular la participación de empresas privadas en programas de financiación de la ciencia y la cultura, como lo hace con resultados dispares pero interesantes la ley de mecenazgo de la ciudad de Buenos Aires.
Las investigaciones en Humanidades son como la raíz de un árbol que permanecen invisibles pero que irrigan y dan vida. Para dar un ejemplo, aunque podrían multiplicarse, los museos que, en los últimos años, caracterizan la vida de varias ciudades argentinas y fomentan el turismo (entre otras actividades rentables), no serían posibles sin los trabajos de investigación que hacen en artes y ciencias integrantes del Conicet. Es solo un ejemplo de cómo funciona una sociedad cuando el Estado y el sector privado no se conciben como enemigos sino partes de un mismo ecosistema. Los caminos por los que una investigación se revela como valiosa (en términos económicos, simbólicos, políticos o vitales) no son unidireccionales y tampoco se reduce a medidas nacionales caprichosas (la migración de científicos es uno de los fenómenos más notables del capitalismo como lo muestra la película Oppenheimer). En 1966, el historiador Tulio Halperín Donghi que enseñaba en la Universidad de Buenos Aires debió abandonar el país porque le dictadura de ese entonces entró de modo violento en la Universidad para echar a los profesores disidentes en lo que fue conocido como la Noche de los Bastones Largos. Halperín Donghi fue recibido con los brazos abiertos en Estados Unidos y terminó su carrera como profesor en la Universidad de Berkeley en California. Sus libros son una referencia mundial para la historia latinoamericana e inspiraron a muchísimos estudiantes de historia en nuestro país que dedican su vida a la investigación. También en esos años César Milstein abandonó la Argentina para seguir su carrera en Inglaterra. Milstein ganó el Nobel en 1984. Son trayectorias como muchas otras que deberían hacer reflexionar a los libertarios antes de tomar decisiones alocadas porque no sea cosa que ellos, que supuestamente son “hombres de bien”, tengan que justificar de acá a poco porque serían los únicos autorizados a vivir del Estado, lo que sucederá si llegan a ganar las elecciones.